miércoles, 11 de abril de 2012

La Familia a lo largo de la historia.


Periodo Histórico

  1. Clásico(Grecia-Roma)
  2.  Medioevo
  3. Modernidad-Posmodernidad
  4. Contemporáneo


La Familia Griega.
 
La familia era una institución básica en la antigua Atenas. Estaba formada por el esposo, la esposa y los hijos (una familia nuclear), aunque también consideraban como parte de la familia a otros parientes dependientes y a los esclavos, por razón de su unidad económica. La función principal de la familia era la de engendrar nuevos ciudadanos. Las estrictas leyes del siglo estipulaban que un ciudadano debería ser producto de un matrimonio, reconocido legalmente, entre dos ciudadanos atenienses, cuyos padres también fueran ciudadanos. Por ley, la propiedad se dividía al azar entre los hijos sobrevivientes; como resultado, se buscaba que los matrimonios se realizaran entre un círculo cerrado de parientes, con el fin de preservar la propiedad familiar. La familia también ejercía la función de proteger y enclaustrar a las mujeres. 

Las mujeres eran ciudadanas que podían participar en la mayor parte de los cultos y festividades religiosos, pero que eran excluidas de otros actos públicos. No podían tener propiedades, excepto sus artículos personales, y siempre tenían un guardián varón: si era soltera, su padre o un pariente varón; si estaba casada, su marido; si era viuda, alguno de sus hijos o un pariente varón. 

La función de la mujer ateniense como esposa, estaba bien definida. Su principal obligación era mantener a los niños, sobre todo varones, que preservarían el linaje familiar. La fórmula del matrimonio que los atenienses utilizaban, para expresarlo de manera sucinta: "Te entrego  esta mujer para la procreación de hijos legítimos" En segundo lugar, una mujer debería cuidar a su familia y su casa, ya sea que hiciera ella el trabajo doméstico, o que supervisara a los esclavos, que realmente hacían el trabajo.

A las mujeres se las tenía bajo un estricto control. Debido a que se casaban a los catorce o quince años, se les enseñaban sus responsabilidades desde temprana edad. Aunque muchas de ellas se las arreglaban para aprender a leer y a tocar instrumentos musicales, a menudo se las excluía de la educación formal. Se esperaba que una mujer permaneciera en su casa, lejos de la vista, con excepción de su presencia en los funerales o en los festivales, como el festival de las mujeres de Tesmoforia. Sí se quedaban en casa, debían estar acompañadas. Una mujer que trabajara sola en público o era indigente, y no era ciudadana. La dependencia del marido era tal que podía amonestarla, repudiarla o matarla en caso de adulterio, siempre que éste estuviera probado. Las mujeres de menor rango social tenían una vida más agradable ya que podían salir de sus casas sin ningún inconveniente, acudir al mercado o a las fuentes públicas e incluso regentar algún negocio. Al no existir presiones económicas ni sociales, los matrimonios apenas estaban concertados, siendo difícil la existencia de dotes. Si es cierto que numerosas niñas eran abandonadas por sus padres ya que se consideraban auténticas cargas para la familia.

La Familia Romana.

La base de la sociedad romana fue la familia, la familia integrada de pleno en la gens, la tribu a la que pertenecía que a su vez se integraba en una sociedad formada por otras tribus formadas por familias, ramas todas ellas de un mismo árbol fuerte. La sociedad romana era clasista. Había dos clases principales de ciudadanos, los patricios y los plebeyos, los patricios eran los descendientes de aquellos patres que formaron el primer senado instituido por Rómulo al fundar la ciudad en 753 aC, y los plebeyos eran los demás, el pueblo llano que diríamos ahora, que gozaba de ciudadanía pero que tuvo que luchar duro para arrebatar a la aristocracia sus derechos.
Como base esencial de esta sociedad, la familia estaba también perfectamente reglamentada. Los romanos fueron un pueblo que amaba el orden por encima de todo y en Roma todo (menos las calles) estaba perfectamente ordenado. Cada unidad familiar constaba de un pater familias o padre de familia bajo cuya autoridad y tutela se hallaba la esposa, los hijos, los esclavos de su propiedad y los clientes, si la familia era lo bastante importante como para tenerlos.
 
El Pater Familias: Era el dueño legal del hogar y de todos sus miembros. En una sociedad patriarcal típica de la Antigüedad él era el que trabajaba para sostener la casa y tomaba las armas en caso necesario para defenderla y por tanto era la pieza sobre la que giraba toda la familia. Era él el que tenía la responsabilidad de dirigirla de manera adecuada s sus intereses no sólo dentro de la propia unidad familiar, sino de la gens a la que pertenecía y a la que estaba unida por vínculos sagrados.
El pater familias es la máxima autoridad familiar gracias a la Patria Potestad de que dispone, por la cual él es la ley dentro de la familia y todos los demás miembros deben obediencia a sus decisiones. La Patria Potestad no fue sólo un hecho jurídico reglamentado, sino, como todo en Roma, una consecuencia de la Tradición que los romanos seguían por considerarla sagrada. Gracias a ello, el pater familias tenía poder legal sobre todos los miembros de su familia además del poder que le daba ser su mantenedor económico o su representante ante los órganos políticos de Roma.

La Mujer: El papel de la mujer era más importante en Roma que en Grecia. Gobernaba también la casa, pero tenía más autoridad que la mujer griega, porque estaba más asociada a la vida de su marido. Se le felicitaba porque cuidaba del gobierno de la casa e hilaba la lana, pero en realidad hacia más que eso. Compartía los honores que se tributaban a su esposo, aparecía con él en público, en las ceremonias y los juegos, y estaba rodeada  de consideraciones; era en fin la señora, la matrona. En la casa, no estaba confinada en sus habitaciones, sino que tomaba parte de las comidas y recepciones. Su influencia, aunque no reconocida por la ley, de hecho era muy grande. Catán tuvo la prueba cuando quiso acabar, por medio de una ley, con el lujo de las mujeres. Los ciudadanos no se atrevieron el proyecto a vista que sus esposas estaban en la asamblea.

El Hijo: El hijo recibía el apellido del padre, es decir, era reconocido por éste una semana después de su nacimiento, el día llamado de purificación. Era generalmente criado y educado por la madre, hasta el momento en que iba a la escuela. Se le suspendía al cuello una bolsita o bula, que contenía amuletos contra el ojo, y que conserva hasta el día en que abandonaba la toga pretexta para ponerse la viril. Esta ceremonia de la mayor  edad se verificaba ante el altar de los lares, cuando tenía diez y siete años;  pero aún declarado mayor de edad, continuaba bajo la potestad de su padre.

En la escuela, aprendía a leer, a escribir y a contar bajo la dirección de profesores severos que lo castigaban con azotes por la menor falta. Los niños ricos tenían preceptores en casa de sus padres. La música y la gimnasia eran artes de entretenimiento y lujo. Después de la enseñanza primaria, los jóvenes romanos recibían  la literaria que comprendía el estudio de la ley de las doce tablas, el de los poetas griegos y el de los escritos latinos, porque se trataba de formar administradores y oradores. Así  el que un joven romano explicara poco más o menos los mismos textos latinos y griegos que un joven de la época actual, que hace sus estudios clásicos.

Padres e hijos en la edad media y en la etapa de la familia tradicional.

Durante la Alta Edad Media persistieron muchas de las características de la familia romana, aunque con notable y progresiva influencia de las culturas absorbidas por el Imperio. 

De allí que ciertos autores hayan optado por el título de la Europa Bárbara para denominar a los primeros tramos de este período. En el viejo continente y en esa época, el término familia era tan poco preciso como en Roma, y como dice Guichard (1988) designaba con frecuencia "al conjunto del personal servil vinculado a un amo y a una casa", aunque se refería también al grupo de parentesco. La continuidad cultural de las regiones alejadas del Imperio y de aquellos reinos como los establecidos en los territorios que hoy conocemos como Italia, Francia y España, no es una sutileza de los historiadores, sino un hecho que se impone rotundamente  y se comprueba en documentos como en el código sugestivamente denominado "ley romana de los burgundios".

La preocupación por las normas de la herencia de bienes entre aquellos bárbaros culturalmente más próximos a lo romano, y la impregnación de la mentalidad de los germanos por la guerra y el heroísmo, no nos han dejado mucha literatura sobre los niños. La excepción es el conjunto de tradiciones populares danesas e inglesas, en las que se revela el papel destacado que en la educación y cuidados de los pequeños tenía la figura del abuelo y el tío maternos.

Entre las diferencias presentadas por los pueblos germanos con los hábitos romanos,  está el rol materno en la aceptación de la legitimidad e inclusión de un niño en el clan, si bien la correspondiente proclamación solemne quedaba en manos del varón.

Entre los siglos IX y X el grupo doméstico campesino en Francia, Alemania e Italia tenía tres a cuatro hijos, se trataba de una familia conyugal en la que la lactancia se extendía aproximadamente durante dos años. Esta familia conyugal se afirmó progresivamente en el período comprendido entre el siglo XI y el XIII, con primacía de la corresidencia de padres e hijos, y una mortalidad infantil que se elevaba a la patética cifra de 20 a 35%, por lo menos en Suecia y Polonia. Un dato igualmente desolador es el que brinda Burguière (1988) sobre la supervivencia de niños nacidos en Inglaterra y Francia antes de 1750: sobre 1000 partos al año seguían vivos 799 en Gran Bretaña y 729 en Francia, y a los 10 años las cifras habían descendido a 624 y 516 respectivamente. La posibilidad de sustitución generacional difícilmente superaba a dos o tres hijos por pareja.

Fossier (1988),refiriéndose a los siglos del segundo período mencionado  en el párrafo anterior ha dicho "El niño aparece sumergido en una noche de la que Agustín  (...)  por nada del mundo querría conocerla de nuevo". Sin embargo las cosas no siguieron siempre un camino ascendente, ya que en el siglo XIV la costumbre de abandonar niños, sufre un recrudecimiento. El período de lactancia seguía siendo prolongado (más de dieciocho meses), y la desatención era más marcada con las niñas que con los varones.

Dentro de este panorama tan desolador para nuestra sensibilidad actual, y sin que alcancen para contradecirlo, se dieron algunos signos de valorización de la vida de los niños. Así Bresc (1988) comenta que "el infanticidio de los frutos deshonestos de los amores ilegítimos es severamente castigado con la hoguera", aludiendo a crónicas de la ciudad de Paris. En la misma dirección se anota el hecho de que en la Baja Edad Media la familia normal se mostrara casi siempre deseosa de tener hijos, lo que puede demostrarse por la alta tasa de natalidad, especialmente entre los ricos. Muy posiblemente ello haya constituído  una respuesta al problema de la también muy alta tasa de mortalidad infantil (más del 60%). Precisamente dicha cifra ha sido responsabilizada de la distancia afectiva de los padres hacia sus hijos recién nacidos, verdadero mecanismo de defensa frente a la muy posible pérdida, y manifiesta sobre todo cuando el fallecimiento se producía en un pequeño de más de un año. Los niños que superaban esa edad generaban sentimientos que pueden inferirse de los relatos emocionales de las curas milagrosas recaídas sobre ellos, y de la expansión iconográfica del Niño Jesús a lo largo del siglo XIV.

Para demostrar la existencia en aquellos matrimonios del deseo de un hijo, el mismo Bresc (ibid) describe algunas pautas del embarazo y del período de lactancia. Según este autor la primera de ambas etapas "debía ser uno de los momentos privilegiados de la vida de la pareja: rodeada de prohibiciones y de amuletos consagrados, satisfecha en su menor capricho, la futura madre es llevada  a la cama -o a la silla- de parto en una atmósfera de fiesta inquieta (no es raro que antes haga su testamento) y exclusivamente femenina. Después viene la época de las visitas y los regalos, hasta las ceremonias de purificación efectuadas ante la Iglesia".
 
Cuando los hijos llegaban a la adolescencia la evolución era distinta en cada uno de los dos sexos. Para los varones los cambios eran más lentos pues la madurez social reconocida por los adultos era bastante posterior a la sexual, y se instrumentaba a través de grupos informales de pares y de las tareas hogareñas, en cambio la mujer muy rápidamente era considerada apta para el matrimonio, aunque luego necesitara la complementación educativa de la suegra.

Insensiblemente nos hemos ido introduciendo en lo que ha dado en llamarse el período de la familia tradicional. Son épocas duras: del siglo XIII al XV las guerras y las epidemias modifican profundamente la estructura poblacional de Europa, y por cierto también sus costumbres. Como ya fue dicho reiteradamente, estamos empleando el sentido que Shorter (1984) le da al término familia tradicional: la comprendida entre el período de la Reforma-Contrareforma y la Revolución Industrial.La Europa de esa época no parece haber atribuído a los niños un lugar de privilegio, ya que desde muy temprano eran entregados a nodrizas profesionales que, bastante lejos del hogar, se ocupaban de los precarios cuidados que podían brindarles. Este hábito tan distante de nuestra sensibilidad sometía a los niños a un durísimo viaje y a un período de dos años de existencia muy difícil, con excepcionales visitas familiares. Las madres del medio rural recurrían con mucho menos frecuencia a este trámite, ya que la prolongación de la lactancia materna constituía uno de los pocos y precarios métodos anticonceptivos empleados. Tampoco eran afectas a este método de apartamiento infantil las pocas mujeres que trabajaban en la industria, y que preferían conservar a sus hijos junto a sí aún recurriendo al biberón. Entre los demás grupos sociales fue la clase media urbana la primera que abandonó tan nefasta institución.

La falta de amor de las madres “tradicionales” hacia sus hijos pequeños, que Shorter (ibid) ha interpretado como una consecuencia de la falta de espontaneidad y empatía, no debe hacernos pensar que aquellas mujeres eran unos monstruos, sino simples exponentes de una sociedad que privilegiaba la eficiencia y la solidaridad comunitaria sobre la expresión de los sentimientos. En esa cultura la mujer se veía más inclinada a considerarse esposa que madre.

La presunta indiferencia materna comenzó a atenuarse ya durante el siglo XVII en las clases altas, y en las más bajas cuando se descubrió el mundo de la intimidad familiar y se dió rienda suelta a la afectividad hasta entonces culturalmente reprimida.

La Familia Moderna.

Los fundamentos básicos de la nueva familia podrían sintetizarse diciendo que el acento pasó de la solidaridad comunitaria a la autorrealización, es decir a una óptica individualista y a las relaciones emocionales entre los miembros de un grupo, el cual, por otra parte, estaba sufriendo una franca disminución numérica.
Shorter (ibid) se explica el cambio como el resultado de "una subcultura de los oprimidos, como un nuevo código de conducta   que reunía a la gente de clase baja que se sentía desgarrada de su contexto tradicional en el torbellino de la economía de mercado". Como se ve, para este autor, la comprensión del fenómeno no se reduce a las condiciones en las que vivían los pobres, sino que también se amplía, coextensivamente,  a las consecuencias filosóficas del nacimiento del capitalismo y su necesaria afirmación individualista en las clases dominantes.

En síntesis lo cierto es que la familia terminó por romper las amarras que habían asegurado su estabilidad a lo largo de varios siglos: la solidaridad dependiente con la comunidad, la ligazón estricta con los antepasados, y el fuerte vínculo  con la parentela.

Los cambios resultaron auténticamente revolucionarios: ya no se eligió pareja de acuerdo a convenciones colectivas, sino en base a una selección personal de aquellas características del cónyuge que más parecían asegurar la dicha propia, con lo que el amor romántico hizo su entrada triunfal en el ámbito familiar; los niños pasaron a ocupar un lugar progresivamente privilegiado en el núcleo, brindándole así al amor materno un estilo muy próximo al actual; la intimidad y la privacidad se convirtieron en bienes imprescindibles; y la sexualidad sufrió las mutaciones que analizamos en el Capítulo II.

La familia de las primeras etapas de la época moderna parece haber guardado una cierta proporción demográfica con el sector social de pertenencia: más numerosa en las clases altas y más reducidas en las bajas. Por ejemplo, y según Burguière (1988), entre mediados del siglo XVI y comienzos del XIX,  "el tamaño medio de la familia inglesa era de 4,7 personas; pero la media se elevaba hasta 6,6 entre los gentlemen y descendía a 3,9, en el caso de los paupers". Si para definir a la familia se tomara en cuenta a todos aquellos que conviven bajo un mismo techo, las diferencias se exagerarían, dado que en las grandes propiedades vivían no sólo los miembros del grupo familiar sino también criados y servidores, artesanos y braceros. Un claro testimonio de la interrelación estrecha entre  los rasgos de la organización familiar y los factores económicos es que en  los Alpes austríacos, cuya vida giraba en torno a la producción ganadera, "el tamaño de las familias en 1781 varía exactamente con el de los rebaños".
 
Una vez analizados los cambios en la estructura y funcionamiento familiar que comprobamos en el curso de esta etapa histórica, es conveniente dejar sentados también los costos implicados en la ruptura con la comunidad inmediata y con las tradiciones, así como también en el relativo encierro del grupo en la intimidad hogareña. La síntesis de tales costos sería: el progresivo relajamiento de los controles ejercidos por el padre y  la madre sobre los hijos adolescentes, y la marcada disminución de la estabilidad conyugal. De alguna manera en otra parte de esta obra hemos dado cuenta del segundo de estos costos.  Según vimos,  la historia del divorcio y de otras crisis  conyugales es una consecuencia de haber fundado la consistencia de la pareja no en la solidaridad comunitaria, sino en los sentimientos individuales,  por cierto mucho más inestables. Ahora nos queda por considerar que la ruptura entre el matrimonio y  las sólidas y relativamente inmutables tradiciones ancestrales hizo que las parejas de padres dejaran de ser un eslabón en esa interminable cadena de usos y costumbres de dirección previsible,  para convertirse en una ínsula cuyo mensaje de valores  perdió fuerza paulatinamente frente a los hijos. No otra es la razón de la disminución de la eficiencia del control sobre la conducta de éstos, sobre todo durante la adolescencia.

La Familia Postmoderna.
 
El control de los hijos al que hiciéramos referencia en las últimas líneas del apartado anterior alcanzó su punto más bajo en los decenios  más recientes, período en el que se anotan también otras diferencias características.

Ante todo puede hablarse de una planificación de la relación madre-hijo, complementada, por lo menos en la clase media, por un notorio incremento de la participación paterna. Paralelamente, y de manera contradictoria, el desarrollo tecnológico y la ampliación de los núcleos poblacionales, con la consiguiente complejificación social, ha hecho que la comunidad dependa cada vez menos de la estructura familiar, y cada vez más del sistema legal vigente, complicado e impersonal. Beals y Hoijer (1963) ya advertían el aflojamiento de los lazos de parentesco al señalar que "un extraño con el que simpatizamos puede significar incomparablemente más para nosotros, e inspirar acciones de amistad negadas a un pariente antipático".

Davis (1965) describe una situación familiar similar a la que estamos exponiendo, y ve en ella la causalidad de la disminución numérica de hijos en cada núcleo hogareño. Pero además, teniendo en cuenta el poderoso componente tecnológico de los cambios, acaba por concluir que un rasgo definitorio de nuestra época es la transferencia de crecientes porciones del proceso educativo, que eran todavía privativos de los padres, ahora en manos de la colectividad, representada aquí por la escuela y/o los equipos electrónicos. Ante esta comprobación cabría preguntarnos si por tal vía no se estará debilitando la privacidad de la familia postmoderna, lograda tan esforzadamente hace algo más de dos siglos.

Convergiendo con lo recién afirmado, vale la pena recurrir a una extensa cita de Davis (ibid) referida al urbanismo que para él es quien "obligó a los individuos a colaborar con innumerables personas con las que no tienen parentesco. Los estimuló además, a incorporarse a grupos especiales de interés arrancándolos, así, de la familia,  no especializada y  heterogénea, y con sus amplias diferencias de sexo y edad. Sustituyó los controles informales de la pequeña comunidad por los controles legales, y sometió a la familia,  con  su arcaica combinación de intimidad y convencionalismo, a dos tipos de competición: la de las asociaciones impersonales que persiguen intereses particulares en una forma racional, y la de las intimidades no convencionalizadas que no implican obligaciones a largo plazo. La ciudad anónima ha convertido, de tal modo, los negocios, la recreación, las relaciones sexuales y, en rigor, casi todas las actividades en posibles competidores de la familia". En una sociedad regida por el maquinismo y el nuevo capitalismo, en la que "las posiciones verticales son llenadas nada más que por el logro individual" (ibid), el consecuente individualismo invadió la estructura íntima de la familia, y por lo tanto las funciones de ésta declinaron.

A propósito de la influencia de la actual modalidad capitalista, que Tresca (1998) ha caracterizado como "La deificación del mercado",  es necesario agregar que la progresiva exclusión del sistema económico de un importantísimo grupo humano, ha generado una doble inseguridad: la derivada de la pérdida del trabajo, o del temor a perderlo en breve lapso, y la producida por la delincuencia violenta que brota y se expande gracias a la misma exclusión. A partir de semejantes datos no resulta nada agradable formular pronósticos a corto plazo, aunque esperemos confiadamente que la comunidad ya debe estar fabricando los anticuerpos como para controlar tan grave patología social. Uno de ellos es, con seguridad,  la reinserción en  las tareas hogareñas del varón -por lo menos de clase media- a la que aludimos al comienzo de este apartado y a la que nos referimos con mayor énfasis en el Capítulo IV.

Un texto que se refiere a la historia y que en su desarrollo llega hasta nuestros días constituye una poderosa tentación de hacer futurología. No es esa mi intención, por lo tanto prefiero dejar trunco el hilo del tema en este punto, no sin antes insistir en que es imprescindible abstenerse de interpretaciones apocalípticas sobre la situación actual. Para ello es bueno recordar que cuando la primera joven de una familia tradicional enfrentó a su padre y exigió elegir por sí misma su futuro cónyuge, debe haber producido un terremoto emocional en su grupo que, con toda seguridad, habrá creído ver tambalear toda la civilización occidental, sin darse cuenta que algunas de las novedades eran pasos positivos de la evolución, y mucho menos deben haber advertido cuáles iban a ser los costos reales de esa revolución. Los cambios que estamos comprobando en nuestra época nos asustan, tanto por su profundidad como por su velocidad, pero nada nos permite discernir entre progresos y costos reales. De todas maneras la historia de la modalidad reflexiva de la materia ha demostrado fehacientemente que, con altibajos indudables, nunca abandonó su marcha hacia la unidad humana, esa unidad que para Teilhard de Chardin anuncia un nuevo estado de la Evolución de la materia: hasta aquí materia inorgánica – materia viva – materia reflexiva, y a partir de la culminación de nuestra etapa cósmica, materia unida por amor.

La Familia Contemporánea.

Se ha reconocido siempre, que la familia es la célula de la sociedad, ésta se basa en el parentesco conyugal y consanguíneo, es decir, en las relaciones entre marido y mujer, padres e hijos, hermanos y hermanas, etc.

La vida de la familia se caracteriza tanto por procesos materiales como por procesos espirituales. El amor, el respeto mutuo, el cuidado por la educación de los hijos constituyen los principios morales más importantes dentro de la familia.


Es en el seno familiar, donde el ser humano se descubre como persona única e irrepetible, que vale por sí misma; es el lugar donde se aprende a manifestar los sentimientos, se adquieren los valores más fundamentales y donde se vivencian las creencias y conocimientos que regirán nuestras vidas.


La estructura familiar, como todo en la historia humana, ha evolucionado y sufrido cambios impactantes; la familia moderna ha variado en cuanto a sus formas más tradicionales, sus funciones, su composición, su ciclo de vida, y principalmente, los roles de los padres. La única función que ha sobrevivido a todos los cambios, en todas las épocas, es la de mantener fuerte el afecto y el apoyo entre todos sus miembros, en especial hacia los hijos.


La globalización y la mundialización en las formas de vida, han impactado fuertemente a la familiar, al transformar los roles que sus miembros deben asumir, en especial las actividades que por tradición la mujer venía ejerciendo.
Históricamente, el principal papel desempeñado por la mujer, desde la época prehistórica, había sido la maternidad, el cuidado de los hijos y el hogar; pero las necesidades actuales, requieren de su contribución a la economía (doméstica y nacional), modificando su rol familiar, por lo que las costumbres y los valores más conservadores, también han tenido que transformarse.

Durante el siglo XX, en las diversas culturas del mundo disminuyeron considerablemente las familias numerosas, es decir, con muchos hijos. Se asoció este cambio particularmente a los avances científicos en cuanto a la salud reproductiva de las mujeres, que les permitió a los cónyuges poder controlar el número de hijos, planeando su familia; y además ha impactó a las mismas relaciones de pareja, al otorgar mayor libertad a la mujer.


A partir de la década de 1960, en la unidad familiar ha entrado en una nueva dinámica: un mayor número de parejas viven juntas antes, o en lugar de contraer matrimonio. De igual forma se ha incrementado considerablemente el número de familias de jefatura femenina, ya sea por propia decisión de ser madres solteras, o por la facilidad, con que las parejas actuales, deciden separarse.


La familia, cualquiera que sea su composición y su estructura, ha sido y sigue siendo la unidad primaria en la que los hijos, siendo niños, comienzan a desplegar su proceso de desarrollo, y en la que los padres asumen el rol de educadores, función que les ha representado una gran responsabilidad, y que hoy en día, existe información práctica y sencilla que oriente su trabajo en beneficio de sus hijos.


Es en esta nueva dimensión familiar, en la que las parejas actuales comienzan su aventura de ser padres, e intentan educar y socializar a sus hijos, buscando adaptarlos a distintas formas de vida; en donde deben considerar, de manera seria, las necesidades y exigencias que obligan a un rediseño familiar, que responda a nuevos estilos de convivencia humana, más acordes al proceso de transformación que las sociedades están sufriendo en la actualidad, para que esto les permita, afrontar la grave problemática social que forman parte de nuestra cotidianidad.


Asumir un compromiso que busque una vida más humana, con relaciones interpersonales de calidad, incorporando valores como la tolerancia y el respeto a la diversidad. Todo esto permitirá que la familias del siglo XXI avancen en ese complicado proceso de lograr que sus hijos sean ELLOS MISMOS, utilizando los padres de familia, herramientas valiosas como el amor, la aceptación incondicional, el respeto por encima del autoritarismo, pero sobre todo esto, alejándolos de la ambición desmedida por el poder y la vanidad absurda de el tener.



                    





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